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El debate de la prostitución.


Un análisis de Satoko Kojima Hoshino,

El complejo sistema que envuelve la prostitución, tal y como la conocemos en el momento actual, no se ha dado siempre en las mismas circunstancias. Para poder comprender mejor tanto las dinámicas y percepciones sociales en torno a la prostitución, como su materialización en la trata con fines de explotación sexual, es necesario historizar, conocer los orígenes, evolución y establecimiento de miradas y argumentos que nutren el debate de la prostitución.

El acercamiento de Satoko Kojima pretende desentrañar algunos de los “mitos” más presentes en el imaginario colectivo respecto a la prostitución, como las manidas expresiones que insisten en que la prostitución “existe desde siempre” o que “cumple una función social”. Una mirada más profunda a estas afirmaciones nos desvela la excusa que tolera el acceso, por parte de los hombres, a los cuerpos de mujeres en una clara relación de desigualdad. Este hecho, que se daba en el pasado y se mantiene en la actualidad, continúa huérfano de una crítica y cuestionamiento social más generalizado.
Satoko Kojima Hoshino analiza en esta charla y este artículo un compendio de datos históricos y referencias a teóricas feministas en su debate en torno a cuestiones como el origen de la prostitución, el nacimiento del estigma, la agencia y el consentimiento, o el consumo de mujeres por parte de hombres.
Satoko recorre a lo largo de esta charla el tratamiento de la prostitución desde la antigua Grecia, pasando por la Inglaterra del siglo XIX, el surgimiento del abolicionismo (a menudo confundido con el prohibicionismo) y el regulacionismo, los lobbies proxenetas, el negocio de la prostitución, el problema del “consentimiento” cuando se habla de derechos fundamentales, el llamado “estigma” de las mujeres en prostitución, la situación actual de aquellos países vecinos que han regulado el mercado prostitucional, etc.
Podéis escuchar el contenido completo de la charla de Satoko Kojima Hoshino sobre el debate de la prostitución en este podcast.

En Civivox Condestable, agosto de 2019





Mitos actuales sobre prostitución

Por Satoko Kojima Hoshino
El sistema prostitucional actual ha experimentado un crecimiento exponencial desde los años ochenta. Éste es uno de los motivos principales de que la trata de personas con fines de explotación sexual constituya hoy en día la segunda fuente de ingresos ilícitos de la delincuencia después de la venta de armas según Europol (Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, 2015). Esta expansión ha venido acompañada de una serie de ideas que se han instalado en una parte de la sociedad, algunas de ellas principalmente entre el sector más joven y considerado progresista. Así, los argumentos que justifican la existencia de la prostitución oscilan entre la defensa del pasado como «el oficio más viejo del mundo», y la apelación a lo nuevo y transgresor, es decir, la prostitución como una expresión de la libertades sexuales conquistadas o como ejemplo de la emancipación femenina. Pero ¿cómo han surgido estas ideas y a qué intereses responde?
Según Ana de Miguel (2012):
«Las generaciones más jóvenes que son llamadas a la transgresión y viven muy mal el insulto de “puritana, frígida, reprimida”, están desarmadas teóricamente para interpretar como parte del sistema de dominación patriarcal un comportamiento que, bajo la apariencia de posmodernidad, remite a las más rancias y antiguas imposiciones patriarcales. Al mismo tiempo, también se acompaña del mensaje “es inevitable, es la profesión más vieja del mundo»
El objetivo de este artículo es analizar algunos de estos mitos que han cobrado importancia en el debate sobre la prostitución en los últimos tiempos. Un debate donde la cuestión del consentimiento obtiene un peso desmesurado, y donde más allá de las libertades individuales parece no haber nada (De Miguel, 2012; Gimeno, 2012; Cobo, 2017). Por otro lado, debemos mantenernos alerta ante el carácter tramposo de este debate. Es un debate viciado por el interés de quienes se están beneficiando de este mercado, puesto que la industria del sexo, como cualquier megaindustria, trabaja activamente para que los gobiernos legislen a su favor (Gimeno, 2012). [1]

Notas:


1: Taina Bien-Aimé, directora ejecutiva de Coalition Against Trafficking in Women, fundadora y miembro de Equality Now, habla sobre el impacto del lobby proxeneta: «El dinero que se ha invertido a nivel global para legalizar el proxenetismo es impresionante. Nosotras no tenemos ni un millón de dólares de presupuesto al año en nuestra organización, cuando tienes multimillonarios como George Soros y otros tantos que financian a gobiernos para que legalicen el proxenetismo. Ahora hemos conseguido legislar en Estados Unidos sobre trata online (Fight Online Sex Trafficking Act –FOSTA). La OSF acaba de publicar una propuesta para dar 50.000 dólares para cualquiera que durante dos años esté cuestionando la ley y trabajando en, cito textualmente, «iniciativas sanitarias para trabajadoras sexuales» que combatan la ley federal aquí.



1. La apelación a lo antiguo. El mito de la prostitución como el oficio más viejo del mundo. Historizando la prostitución.


«Y aquella mujer, levantando la tapa de un gran vaso que tenía entre sus manos, esparció sobre los hombres las miserias horribles. Únicamente la Esperanza quedó en el vaso, retenida en los bordes, y no echó a volar porque Pandora había vuelto a cerrar la tapa por orden de Zeus tempestuoso que amontona las nubes».
Hesíodo. Los trabajos y los días.

Observando con atención esta conocida sentencia de la prostitución como «el oficio más viejo del mundo», cabe preguntarse qué significa realmente. ¿Significa que fue el primer oficio que apareció sobre la faz de la tierra? O ¿indica que estamos ante una realidad tan ancestral que su misma existencia la justifica? En general, suele ser más bien esto segundo. Esta expresión contiene un pensamiento profundamente enraizado en la sociedad: que la prostitución siempre ha existido y por tanto siempre existirá.
Citando a Cobo (2016):
«El hecho de que una realidad social haya existido durante largos períodos históricos es utilizado para sugerir que forma parte de un orden natural de las cosas imposible de alterar».
La importancia de historizar la prostitución reside en que todo aquello que no tiene una genealogía cae dentro de la mistificación, la deformación o el inmovilismo. Así ha sucedido con la prostitución. Las afirmaciones como la mencionada dan buena cuenta de hasta qué punto se ha enraizado en el imaginario colectivo una idea prejuiciosa de la prostitución, como si fuera algo que permanece estático, «anclado en algún oscuro lugar de la naturaleza humana» (Cobo, 2016) y no pudiera ser analizado en términos políticos. ¿Cuántas veces hemos escuchado aquello de «la prostitución nunca va a desaparecer»? Así pues, solo historizando la prostitución podemos adoptar una posición crítica y traerla de vuelta al plano de la responsabilidad social.
Gimeno (2012) habla de dos reglas que se han cumplido en la prostitución hasta la actualidad. La primera es que cuanto peor es la situación de las mujeres en una sociedad, más probable es que haya prostitución. La segunda, menos previsible, es que cuanto más misógina sea una cultura, peor es el trato a las esposas y mejor es el trato a las mujeres en prostitución, y viceversa. Respecto al primer punto, la autora señala cómo en las sociedades donde las mujeres tenían libertad sexual, la prostitución era prácticamente inexistente. Éste fue el caso de Indochina, el Sudeste Asiático, las islas del Pacífico, Polinesia y parte de África. En el Sudeste Asiático la prostitución fue exportada por los colonos europeos instalando burdeles en sus asentamientos (ibid., p. 131).
Respecto al segundo punto, Gimeno señala algo que Carol Pateman ya había resaltado en El contrato sexual (2019): la prostitución es la otra cara del matrimonio. Pateman describe cómo hasta el siglo XX el matrimonio era lo más parecido a un contrato de esclavitud. Un contrato que suponía una auténtica «muerte civil» por la que las esposas pasaban a ser propiedad del marido, quien podía disponer de ellas como quisiera. La violación en el matrimonio por ejemplo no estaba contemplada, y en la Inglaterra del siglo XIX los maridos podían demandar a otro hombre por daños a su propiedad si su mujer cometía adulterio (Menefee, citado en Pateman, 2019). John Stuart Mill en La sujeción de la mujer escribe que «ya no quedan más esclavos legales que las amas de casa» (ibid., p. 232), y Menefee describe cómo la venta de esposas se llevó a cabo de forma regular en Gran Bretaña desde el siglo XVI hasta el XIX, donde se exponía a las mujeres en subasta con un collar alrededor del cuello (ibid., p. 234)
Aún y todo las esposas «eran más baratas que los esclavos, e incluso más baratas que los cadáveres» (ibid., p. 234). Las condiciones en las que vivían las esposas quedan retratadas en un influyente artículo que escribió Frances Power Cobbe, Wife torture in England, o en la declaración que hizo Stuart Mill ante la Cámara de los Comunes en defensa del voto femenino: «Me gustaría hacer un informe ante esta cámara del gran número de mujeres que anualmente son golpeadas, pateadas o castigadas hasta la muerte por sus protectores varones» (ibid., p. 237). Esto explica por qué el movimiento feminista se desarrolló en estrecha relación con el movimiento abolicionista – antiesclavista [2] pues las esposas vieron rápidamente la similitud entre su propia situación y la de las personas esclavizadas.

La dicotomía esposa – prostituta era algo muy patente en la sociedad griega, donde las primeras vivían prácticamente en la reclusión, mientras que las hetairas o prostitutas de clase alta eran las mujeres más cultas que había visto Occidente hasta el momento. Así los hombres a menudo encontraban en ellas la compañera que no hallaban en sus mujeres, destinadas únicamente a procrear. Claro que no eran estas supuestas ventajas de acceder a la educación o la libertad de movimientos lo que llevaba a las mujeres a convertirse en prostitutas, sino que esto no era más que el mero reflejo de las escasas oportunidades que esta sociedad permitía a las mujeres.
La pregunta es, ¿por qué las mujeres no huían en masa del matrimonio a la prostitución?
Según Gimeno, esto se lograba mediante el estigma prostitucional, que cumplía al menos dos funciones: por un lado, los hombres encontraban en estas mujeres un alivio emocional, pues en una sociedad que prohibía a los hombres mostrar su vulnerabilidad, se permitían hacerlo ante mujeres previamente devaluadas sin que su masculinidad quedara resentida. Por otro lado, mediante el estigma se evitaba que las esposas envidiaran su vida y desertaran de su lugar (ibid.).
¿Cómo y cuándo surge la prostitución?
Aunque no puede señalarse un momento concreto de la historia en la que surge, se cree que data de la apareción de la propiedad privada, cuando la virginidad de las hijas se convierte en moneda de cambio para transmitir la herencia a los hijos y origina la necesidad de controlar la sexualidad de las mujeres. Por otro lado, en una sociedad que dicta que las mujeres deben ser fieles pero no así los hombres, se hacía necesario contar con un contingente de mujeres que no fueran de nadie – las llamadas mujeres públicas – para evitar el conflicto (Osborne, 2003, citado en Gimeno, 2012). Pero ¿cómo distinguir entonces a las mujeres privadas de las públicas? En la Mesopotamia del 1250 a. C. esto se logró a través de la promulgación del Artículo 40 de las leyes mesoasirias, esto es, la Ley del velo (Lerner, 2017). Una ley que obligaba el uso del velo a las esposas, las prostitutas sagradas casadas y a las hijas solteras de los señores, mientras que lo prohibía bajo pena a las esclavas, prostitutas sagradas solteras y a las prostitutas comerciales.
De este importante momento histórico se pueden destacar varias cosas: que por primera vez con la Ley del velo la conducta sexual de las mujeres pasó - de ser un asunto privado controlado por la familia -, a ser considerado como un asunto de Estado. En segundo lugar, esta ley dividió a las mujeres en dos clases sociales: las respetables y las no respetables, pero no en función de sus riquezas o el nombre familiar, sino en función de su afiliación sexual con respecto a un varón. Y finalmente, a partir de esta ley la prostitución comercial y la sagrada se aunaron [3], ya que el velo (o la falta de él) definía a una única clase de mujeres públicas, frente a las que eran propiedad de un solo hombre (ibid.). Nacía así el estigma prostitucional. Por otra parte, para las prostitutas sagradas del templo, este hecho supuso un claro desclasamiento, pues si bien habían sido mujeres de gran poder y prestigio (generalmente hijas de gobernantes o de altos funcionarios y administraban sus propios bienes) desde este momento quedaron equiparadas a las prostitutas comerciales.
La conclusión de Lerner es que «la regulación sexual de las mujeres subyace en la formación de clases, y es uno de los pilares sobre los que descansa el Estado» (p. 224), y es así debido a que los privilegios de clase eran la base de su funcionamiento. Esto explica que aspectos privados como la fidelidad de las esposas o la virginidad de las hijas se convirtieran en asuntos de Estado. «A partir de 1250 a. C., desde el velamiento en público a la regulación por parte del estado del control de la natalidad y los abortos, el control sexual de las mujeres ha sido la característica fundamental del poder patriarcal» (ibid., p. 224). Este estigma prostitucional permitió además que los hombres se apropiaran de la sexualidad y del trabajo de las mujeres, ya que el hecho de separar a las mujeres en dos clases las dividía de tal manera que ambos grupos contribuyeran a su mutua opresión (Gimeno, 2012). Una lógica por la que, dado que a unas se les premiaba con el respeto mientras se privaba de cualquier derecho a las otras, las mujeres luchaban entre sí para obtener el reconocimiento del amo o para no perder los privilegios tan duramente conquistados. Esto, dice Lerner (2017), «históricamente, ha impedido realizar alianzas entre mujeres por encima de las clases y ha obstaculizado la formación de una conciencia feminista» (p. 223).
El origen de la prostitución es tan incierto como antiguo, y muchos de sus detalles se desconocen. Por otra parte, no se puede sostener que la prostitución fuera una invención para que los hombres pudieran tener sexo, ya que históricamente los hombres nunca han tenido problemas para acceder a cuantos cuerpos femeninos quisieran sin ninguna consecuencia legal. En cualquier caso, el análisis de la prostitución pierde sentido si no se realiza en relación con otras muchas instituciones de control de la sexualidad y del trabajo femenino, como el matrimonio, la esclavitud femenina o el concubinato, pues son instituciones que han surgido de forma complementaria en un sistema construido para mantener los privilegios masculinos (Gimeno 2012). Queda patente por tanto, cómo la prostitución, muy lejos de responder a un orden natural, se trata de un producto que la sociedad ha creado de acuerdo a sus intereses en cada momento histórico, lo cual desmonta la manida sentencia de «el oficio más viejo del mundo» en todos sus sentidos.

Notas:

2: Desde 1835 las feministas norteamericanas protagonizaron una activa campaña antiesclavista. Las hermanas Grimké llevaron a cabo una gira de conferencias por Estados Unidos en 1837 siendo pioneras en la lucha conjunta contra la esclavitud y por la igualdad de sexos, uniendo ambas causas en una lucha común. El grado de reconocimiento que habían alcanzado las feministas estadounidenses en comparación con las europeas queda patente en el recibimiento que tuvo la delegación norteamericana, formada por cuatro mujeres y dos hombres, cuando llegaron al Congreso Antiesclavista celebrada en Londres en 1840. Fue tal el escándalo que a ellas se les hizo seguir el congreso detrás de una cortina para no herir la sensibilidad de los varones (Sisinio Pérez Garzón, 2011, p. 92).
3: La explicación más extendida hasta muy recientemente sostenía que la prostitución actual descendía de forma directa de la prostitución en el templo de la antigua Mesopotamia, cuyas sacerdotisas ejercían la prostitución como parte del culto a la fertilidad. Sin embargo, según Lerner se trata de una concepción errónea y simplista de la realidad. De hecho, según la historiadora, había al menos dos prácticas diferenciadas en torno al templo en la antigua Mesopotamia en el primer milenio a. C.: la prostitución religiosa y la prostitución comercial. Las primeras, normalmente hijas de reyes o de altos funcionarios, tenían prestigio, poseían tierras y gestionaban sus propios negocios. Respecto a la prostitución comercial, es probable que ésta descendiera de la esclavitud, cuando los amos comenzaron a alquilar a sus esclavas para prostituirlas.

2. El mito del abolicionismo como propuesta conservadora. Historizando el debate.


«El abolicionismo esconde una moralina y un odio visceral hacia las trabajadoras sexuales que podría comprenderse si no fuera porque los derechos los merecemos todas y no solo unas cuantas privilegiadas ».
Estatuto del sindicato OTRAS
Gimeno (2012) ha señalado que otra de las implicaciones de la ahistoricidad con la que se suele abordar la prostitución es el uso de argumentos que han quedado obsoletos, así como la equiparación de movimientos pretéritos y actuales ante un fenómeno que también ha cambiado en el tiempo. Esto es lo que ha sucedido con muchos de los argumentos desde las posiciones pro-regulación que han acusado al abolicionismo [4] de ser puritano, moralista y conservador. Las raíces de este debate beben de la Inglaterra victoriana, cuando se perfila la prostitución actual y surge el abolicionismo.
A mitades del siglo XIX, en la época en la que Jack el Destripador llevaba a cabo sus asesinatos, había cuatro salidas para las mujeres inglesas no casadas: el trabajo en la fábrica, la venta ambulante, el servicio doméstico y la prostitución (Anderson y Zinsser, 2018). Hablamos de una sociedad que estaba sufriendo las consecuencias de las revoluciones industriales, donde la transformación de los sistemas de producción se había reflejado en un profundo cambio en el sistema de valores. Surge una burguesía fuerte que marcará ahora nuevos criterios de valoración social: donde antes primaba la familia, ahora prima el dinero. Esto tendrá implicaciones en la situación de las mujeres y particularmente en la prostitución. El estigma prostitucional es engullido por el gran estigma de clase (Gimeno, 2012). En esta sociedad, las mujeres solteras transitaban entre las distintas ocupaciones disponibles con mayor o menor fortuna, cambiando del servicio doméstico a la prostitución, o complementando sus escasas ganancias en la fábrica aceptando a clientes esporádicos. [5] Es decir, no existía una identidad de la prostituta como tal; esta figura surgiría después, cuando la creciente preocupación de la alta burguesía por la visibilidad de las mujeres en prostitución, el pánico ante las enfermedades de transmisión sexual y la necesidad de reforzar los viejos patrones de género ante la emergencia de una nueva clase de mujeres asalariadas produce una reacción por parte del establishment: comienzan a aparecer diversos estudios científicos que patologizan a las mujeres en prostitución, como si fueran mujeres con trastornos mentales o desviaciones de la personalidad (ibid.). [6
Todo este clima culminaría en 1864 con la promulgación de la Ley de las Enfermedades Contagiosas. Una ley que permitía arrestar y someter a un examen ginecológico humillante a cualquier mujer sospechosa de ejercer la prostitución, que en la práctica podía ser cualquier mujer que caminara sola por la calle. Cuando se detectaba alguna enfermedad, las mujeres eran internadas en un hospital, aunque el mero hecho de haber sido examinadas podía suponer el ostracismo, ser señaladas por su entorno y despedidas de sus trabajos. Por otra parte, a las mujeres se les obligaba a registrarse como prostitutas, lo que les impedía después encontrar cualquier otro trabajo y creando así un inmovilismo no deseado por ellas (Walkowitz, 1980). Esta situación consiguió remover la conciencia incluso de las mujeres de la burguesía, quienes por primera vez se solidarizaron con las mujeres pobres. Así surgió el abolicionismo de la mano de la sufragista y antiesclavista Josephine Butler quien dirá en una carta a su hermana: «no podemos escapar al hecho de que el colectivo de las mujeres es uno, solidario y en la medida en que ellas estén atadas, nosotras no seremos completa y verdaderamente libres» (Pateman, 2019, p. 361).
Cuando Butler propuso en 1871 que se realizaran pruebas médicas también a los varones, solo consiguió arrancar sonoras carcajadas por parte de la comisión real, cuya respuesta fue la siguiente:
«Podemos rechazar inmediatamente esta recomendación, (...) por la obvia (…) respuesta de que no hay comparación posible entre las prostitutas y los hombres que se relacionan con ellas. En un sexo la ofensa se comete con el fin de obtener una ganancia; en el otro es una indulgencia esporádica de un impulso natural»
(Anderson y Zinsser, 2018, p. 754).
A pesar de ello, los esfuerzos de la reformista dieron su fruto y en 1886 la Ley de las Enfermedades Contagiosas fue eliminada definitivamente de los textos legales (Walkowitz, 1980).
No obstante, como muchas iniciativas políticas, la lucha emprendida por Butler tuvo un desenlace muy distinto a los objetivos por los cuales había comenzado su movimiento abolicionista. La reformista, tras la suspensión de la citada ley en 1883, comenzó una colaboración con The Pall Mall Gazette y su editor William T. Stead, cuyo resultado sería Maiden tribute of modern Babylon (El tributo de las doncellas en la Babilonia moderna) cuyo contenido sacudiría la sociedad victoriana: se trataba de una serie de artículos que describía con pelos y señales cómo adolescentes de clase obrera eran prostituidas por aristócratas viciosos (ibid.). Estos artículos fueron sin duda el mayor escándalo de la época victoriana suponiendo tal impacto que en 1885 en Hyde Park hubo una enorme manifestación donde se concentraron 250.000 personas exigiendo la elevación de la edad de consentimiento sexual de los trece a los dieciséis años.
Sin embargo, este triunfo tuvo consecuencias no previstas:
la aprobación de la Ley de enmienda al Derecho Penal no solo modificó la edad núbil sino que en aras de la pureza convirtió en ilegales las conductas homosexuales hasta 1967. A esto le siguieron iniciativas políticas masivas en contra del sexo no marital y no reproductivo, cuyas primeras víctimas fueron las mujeres en situación de prostitución, es decir, precisamente aquellas a quienes Butler y Stead habían querido proteger (Walkowitz, 1995).
Algunas conclusiones que podemos extraer de este breve análisis histórico es que la acusación que se ha dirigido al abolicionismo de ser antisexo y conservador se deriva del carácter conservador y puritano que tomó la lucha abolicionista en el siglo XIX (Gimeno, 2012).
La propia Walkowitz, cuyos estudios resultan imprescindibles para comprender la historia de la prostitución, hizo una dura crítica del puritanismo de Butler a quien describía como a medio camino entre «el profeta y la Magdalena sufriente» (Walkowitz, 1995). Ciertamente, la lucha de las abolicionistas derivó en la persecución de las mujeres, hecho que disgustó profundamente a Butler quien muy pronto se disoció de este enfoque sosteniendo que las mujeres tenían todo el derecho de vender su cuerpo, siendo sus derechos individuales los que había que defender (Gimeno, 2012). Sin embargo, el regulacionismo ha hecho amplio uso de los textos de Walkowitz por una parte para tachar de puritanismo a todo el movimiento abolicionista del XIX, y haciendo parecer además que el abolicionismo decimonónico es idéntico al abolicionismo actual, de otra. Gimeno aboga por una visión más contextualizada y justa de la historia, pues aunque ciertamente las feministas del XIX eran mujeres de clase alta, su cuestionamiento de la sexualidad masculina supuso un gran paso adelante, incluso siendo como eran, mujeres de su tiempo.
Vemos por tanto que si en la actualidad el abolicionismo es tachado de ser la opción conservadora más acorde al feminismo institucional, en sus orígenes la reglamentación fue el instrumento opresor por antonomasia. Y esta inversión en la valoración de lo conservador-progresista resulta irónica cuando en España por ejemplo, fueron las Mujeres Libres, grupo anarquista, quienes lucharon activamente por la abolición de la prostitución (Casas Vila, en Ekis Ekman, 2017).
Como conclusión, un análisis histórico de la prostitución permite observar cómo muchos de los argumentos utilizados en la actualidad en el debate se han utilizado de forma históricamente sesgada, y a menudo de forma interesada, sin tener en cuenta los profundos cambios que se han producido tanto en el ámbito de la prostitución como en el propio debate.

Notas:

4: En la actualidad, los principales posicionamientos en el debate de la prostitución son el abolicionista y el regulacionista. El abolicionismo lucha por la abolición de la prostitución considerando que la prostitución solo puede analizarse desde la historia de desigualdad entre hombres y mujeres, y que la mayor parte de las mujeres prostituidas son víctimas de una sociedad que les niega la igualdad de oportunidades necesaria para poder llevar a cabo su proyecto vital (De Miguel, 2012). Desde el sector regulacionista en cambio, la prostitución es un trabajo como cualquier otro, donde hay un contrato entre dos personas cuyo consentimiento debe ser respetado. Desde esta posición se considera que la legalización de la prostitución protegerá los derechos de las mujeres y acabará con las mafias. Por otra parte, considera que los problemas que sufren las trabajadoras del sexo no se debe a las características intrínsecas de la prostitución, sino al estigma y falta de reconocimiento social. Para las abolicionistas, la prostitución es una cuestión de género, ya que el el 99% de las personas que consumen prostitución son hombres (Cortes Generales, 2007), mientras que más del 90% de las personas prostituidas en España son mujeres y niñas (Gimeno, 2012); La postura regulacionista en cambio ha tendido a ver la prostitución desde la óptica de la libertad individual, considerándola incluso como una manifestación de las libertades sexuales conquistadas por las mujeres.
5: Como en épocas anteriores, en el siglo XIX la prostitución seguía siendo lo que más beneficios económicos aportaba a las mujeres. Los salarios ínfimos de las mujeres y más altos de los hombres propiciaban que las primeras se prostituyeran. Se calculaba que había alrededor de 30.000 mujeres en prostitución en Inglaterra y Gales, y entre 100.000 y 200.000 en Alemania para el cambio de siglo. Las mujeres en prostitución más jóvenes provenían generalmente de los sectores más pobres y a menudo uno de sus padres, o los dos, habían muerto (Anderson y Zinsser, 2018).
6: Gimeno (2012) menciona a Caprio, quien sostenía que las mujeres en prostitución eran lesbianas que se prostituían como mecanismo de defensa contra los hombres. Esto contrasta con otros estudios (Parent—Duchatelet) – de los pocos que se preocuparon por preguntar a las propias mujeres-, que señalaban entre los motivos mencionados la necesidad de ganarse la vida, haber sido expulsadas de casa, haber sido obligadas a prostituirse por su familia o haber sido violadas por sus patronos al ejercer como criadas.

3. La apelación a lo nuevo. El mito de la libertad neoliberal. ¿Por qué una parte del feminismo defiende la prostitución?


«No hay nada parecido a una sociedad. Solo hombres y mujeres individuales»
Margaret Thacher
«Con lo que concuerdo más es con la férrea defensa que se hace de la libertad, ésa es la motivación de fondo por la que defiendo la prostitución. Lo que discutimos al fin y al cabo no es si una persona puede vender servicios de naturaleza sexual, sino si queremos vivir en una sociedad libre o en una totalitaria donde impere la imposición de unos valores a la mayoría por parte de una minoría dirigista».
Cliente X
Dice Rosa Cobo (2017): «Las sociedades producen relatos sobre sí mismas y sobre los hechos sociales que componen su entramado social, y esos relatos tienen como función que los individuos acepten el orden social». Esta idea implica por un lado que las sociedades no surgen como consecuencia necesaria del orden natural, sino que activamente producen relatos que legitiman el orden establecido; y por otro, que ninguna política se desarrolla en un vacío ideológico. Por ello resulta imprescindible hablar de la ideología que subyace a la llamada cultura de la prostitución en relación con una de las ideas más arraigadas en la sociedad actual: la prostitución es una cuestión de libertades individuales, donde dos adultos llevan a cabo un acuerdo comercial cuyo consentimiento es inviolable.
Gail Dines, feminista radical y especialista en el estudio de la pornografía, hacía una crítica de la deriva neoliberal del feminismo de la tercera ola en una ponencia realizada en el año 2012 titulada From the Personal is Political to the Personal is Personal: Neo-liberalism and the Defanging of Feminism. La explicación de Dines comienza con una cita de Jennifer Baumgardner, feminista de la tercera ola que en el año 2000 escribía: «El feminismo es algo individual para cada feminista». El asombro de esta teórica ante esta afirmación responde al cambio que viene experimentando el movimiento feminista en su paso del feminismo radical a la posmodernidad. Un feminismo radical que había logrado traspasar las barreras de lo que hasta entonces era intocable por considerarse privado, que había conseguido politizar incluso las formas de opresión patriarcal en el seno de la familia, ¿cómo se había llegado entonces de «lo personal es político» a «lo personal es personal»?
La tesis de Dines es como sigue: el feminismo de la tercera ola debe analizarse como el resultado de una conjugación entre el neoliberalismo y la posmodernidad. La ética neoliberal viene infiltrándose en cada recoveco, en cada texto que leemos, en la publicidad que nos bombardea a todas horas… y el movimiento feminista no ha escapado a su influencia. Esta nueva construcción del mundo comenzaría a fraguarse inmediatamente después de la II Guerra Mundial, cuando el mundo – a la par que reflexionaba sobre las nuevas cotas de barbarie a la que habíamos llegado -, trataba de construir una sociedad mínimamente colectiva. Sin embargo, este intento sería boicoteado por una fuerte alianza entre dos gobiernos que dará verdadera forma a la sociedad actual: el gobierno Reagan-Thacher. En 1987, Margaret Thacher diría: «No hay nada parecido a una sociedad, solo hombres y mujeres individuales».
Una afirmación que revela el verdadero eje del neoliberalismo, la ética para la cual no existen los intereses colectivos o la conciencia como clase, sino solo hombres y mujeres individuales. Las políticas resultantes fueron las consabidas: mínima intervención del estado, recorte en ayudas sociales (ya que cada individuo es absolutamente responsable de lo que le pase), el gobierno de la ley de la oferta y la demanda, individualismo extremo. Dines ofrece algunos datos: entre 1976 y 2006 el salario del 1% más rico había aumentado en un 256%, mientras que el del 20% más pobre lo había hecho en un 11%. Es decir, las políticas neoliberales habían llevado a la construcción de una sociedad absolutamente desigualitaria donde hay un 1% más rico que domina sobre el resto.
¿CÓMO LLEGAMOS A PERMITIR ESTO?
Las personas tenemos cierta dosis de empatía que nos hace intolerantes a las injusticias que suceden a nuestro alrededor. De ahí la importancia de los mecanismos de legitimación del orden establecido, pues sin un aparato que nos haga creer que todo esto está bien, no sería posible mantener semejante situación de desigualdad. «La realidad material del neoliberalismo necesita de un soporte ideológico que legitime esa desigualdad». El control de los medios de comunicación por parte de las elites, el control de la educación, la creación de los think tank… han servido a este fin de tal manera que hemos llegado a interiorizar los principios del neoliberalismo como si fuera la única sociedad posible.
Solo a la luz de la ética neoliberal se puede comprender la importancia desmesurada que ha adoptado la palabra agency (en español, agencia o consentimiento) para el feminismo de la tercera ola, la libertad individual como bien superior sin importar los intereses colectivos que pueda lesionar en su defensa. Dines explica de forma meridiana cómo opera este individualismo neoliberal: en la época de Jim Crow, esto es, el segregacionismo oficial en Estados Unidos que según muchos fue incluso más violento que la propia época esclavista, había 15 millones de acres en manos de personas negras. ¿Cómo podían decir entonces que los negros estaban siendo discriminados? Si había quien había conseguido ser terrateniente, ¿no sería que los demás no se habían esforzado lo suficiente? Éste sería el enfoque del neoliberalismo actual basado en la cultura de la excepción, que oculta de forma interesada cómo en cualquier sistema de opresión siempre encontraremos excepciones, aunque éstas no representen a la mayoría. La afirmación de Baumgardner solo tiene sentido bajo la influencia de esta agencia neoliberal. «¿Qué agencia?» dirá Dines, «¿Mi agencia, la de una mujer blanca, de clase media, o la de la mujer que vendrá a limpiar cuando nos vayamos?».
La consideración de la prostitución como un trabajo como cualquier otro se argumenta normalmente desde la idea siguiente: hay dos personas adultas que libremente llegan a un acuerdo comercial donde una parte paga y la otra ofrece sexo a cambio. Sin embargo, si ampliamos el foco hasta tener una visión contextualizada de este supuesto acuerdo individual, el panorama cambia sustancialmente: lo que tenemos es que millones de mujeres son transportadas diariamente, desde los países del sur hasta los países enriquecidos, para su consumo. Vemos cómo la trata de mujeres es la consecuencia lógica de la demanda producida por el mercado prostitucional; dado que las mujeres de los países formalmente igualitarios [7] no desean dedicarse a la prostitución, los proxenetas se lanzan a la captación, traslado y explotación de mujeres de los lugares más empobrecidos y desigualitarios del planeta para cubrir la demanda local. De acuerdo con algunas investigaciones, el 90% de las mujeres que se encuentran en situación de prostitución son o han sido víctimas de trata (APRAMP, 2013, datos avalados por el Ministerio de Interior).
Según Rosa Cobo (2017) la prostitución no puede ser analizada al margen de los tres grandes sistemas de dominación: el patriarcal, el capitalista y el racial-cultural, pues solo en relación con ellos su estudio cobra sentido. No es casualidad que el sistema prostitucional haya florecido en la intersección de estos sistemas. Para Cobo, la prostitución contribuye al rearme ideológico y material del capitalismo y del patriarcado, que comparten intereses en lo que respecta a sus objetivos: mantener la supremacía ideológica y material masculina. Por otro lado, las políticas no intervencionistas han contribuido a la feminización de la pobreza, pues todas aquellas tareas de cuidado que el Estado deja de atender son asumidas por las mujeres. En este contexto, la posibilidad de mercantilizar el cuerpo femenino ha sido una de las principales conquistas del capitalismo neoliberal, donde las mujeres son deslocalizadas, arrancadas de su historia personal, de su lengua y sus costumbres y consumidas lejos de su lugar de origen allá donde resulte más lucrativo. El alcance de esta mercantilización global se hace patente cuando el Fondo Monetario Internacional exige a los países que piden un préstamo que desarrollen una fuerte industria del ocio y del entretenimiento - esto es, prostitución y juego - para garantizar la devolución de la deuda (ibid., p. 113) de tal manera que algunas regiones del globo están siendo prostitucionalizadas y pornografiadas (Poulin, citado en Cobo, 2017).
Este comercio global no se ha desarrollado sobre la nada, pues una cultura de la prostitución no florece sin antes asentar una cultura de la sexualidad.
Según la teórica, la liberación sexual de los sesenta ha tenido consecuencias disparejas en hombres y mujeres, pues si para los hombres esta etapa supuso mayor acceso al sexo, para las mujeres significó una paulatina sobrecarga de sexualidad, que a través del cine, la publicidad, los cánones de belleza o la pornografía ha creado un ambiente propicio para la aceptación social de la prostitución. Al tiempo que se producía esta hipersexualización femenina asistíamos a la banalización del sexo y a la equiparación del sexo con todo lo progresista y transgresor, mientras el lenguaje en torno a la prostitución también se iba transformando: ahora ya no había mujeres prostituidas sino profesionales del sexo, los proxenetas eran empresarios del sexo, los puteros eran clientes. Es decir, en palabras de la autora, lo que se viene produciendo es una auténtica operación de blanqueo ideológico hacia la aceptación social de la prostitución para transformar, en el imaginario colectivo, un sistema desigualitario y sexista en una mera transacción comercial sujeto a la decisión individual.
Ekis Ekman, en su ponencia del 17 de octubre de 2019 en la Universidad Complutense de Madrid, hablaba del proceso paulatino de abstracción del acto prostitucional. Es decir, cómo la sociedad, en su intento de hacer compatibles dos realidades tan diametralmente opuestas como son la igualdad y la mercantilización de las mujeres, había incurrido en el siguiente juego lingüístico y mental: El yo se convierte en cuerpo, el cuerpo se convierte en sexo, y finalmente el sexo se convierte en un servicio. Se trata de una operación de abstracción que poco a poco desliga el yo, es decir la persona, respecto de su sexualidad y de su cuerpo. Así, las mujeres en prostitución no se venden a sí mismas, sino que venden sus cuerpos. Esto aún parece implicarlas demasiado, y por tanto es mejor decir que no venden sus cuerpos, sino solo sexo. Finalmente, la disociación se completa cuando se logra afirmar que no venden sexo - pues es complicado decir que su sexualidad no las implica a ellas- sino unos servicios sexuales. ¿Y para qué este juego de abstracción? Para poder convertir en mercancía a una mujer sin que aquello nos parezca aberrante, y para poder compatibilizar todo esto con la defensa de la libertad y empoderamiento de las mujeres prostituidas.
¿Es posible otra forma de concebir la libertad más allá de la libertad neoliberal? Para Gimeno (2012), por más que limitar el derecho de las mujeres a vender sus cuerpos parezca contraria a las reivindicaciones feministas, es posible argumentar que existe un valor superior que se ha de salvaguardar, y éste no es la autodeterminación del propio cuerpo sino la igualdad.
« … aun reconociendo que muchas prostitutas ejercen libremente, y aun comprendiendo y solidarizándonos con los motivos de tal elección (…) podríamos sostener que esa supuesta libertad viene a funcionar, en realidad, como la salvaguarda del orden de género patriarcal basado en la desigualdad. (…) Que esa libertad - que sostiene que la prostitución es sólo un derecho individual -, está sustentada en un espejismo que contrapone la acción libre de cada uno a la posibilidad del vivir común» (p. 160)

Notas:

7: Raquel Osborne analiza en Apuntes sobre violencia de género (2009) cómo funciona la violencia patriarcal en las sociedades formalmente igualitarias como las nuestras, donde la violencia no se ejerce tanto por la vía directa como por mecanismos coercitivos, la violencia estructural y los modelos de género por los que hombres y mujeres son socializados en las formas de ser y de comportarse, normativos para cada sexo.

4. ¿Qué hay de malo si lo hacen porque quieren? El mito del consentimiento (o la omnipotencia del consentimiento)


«Mitad víctimas, mitad cómplices, como todo el mundo»
En la actualidad el tema del consentimiento y la libertad de las mujeres en prostitución – y de los hombres que consumen mujeres - se ha convertido en el principal argumento donde coinciden tanto las posturas pro-regulación como la de los consumidores y proxenetas. El comentario de un consumidor habitual en el hilo del artículo de Mabel Lozano, Puticlub en el portal (2019) resume las ideas expresadas por la mayoría de las personas que reducen la prostitución a una cuestión de mero consentimiento:
«Cada uno hace con su cuerpo lo que le da la gana. Llevo yendo de frutas 10 años y nunca he encontrado a ninguna que me diga que lo hace por obligación… o la he visto oprimida. Es más, me preguntaba por qué lo hacían y TODAS me han dicho que prefieren hacer eso a tirarse 10 horas trabajando. (…) ¿Las habrá que lo hacen en contra de su voluntad? Claro. Y ojalá que las saquen de ahí. Pero si lo hacen por que ellas quieren… qué problema hay?».
¿DE DÓNDE SURGE ESTE CONSENTIMIENTO QUE HA COPADO TODO EL DEBATE?
El concepto del consentimiento comienza a cobrar importancia en la Ilustración, cuando surge un movimiento decidido a construir una nueva sociedad cuyas leyes no se asienten sobre monarquías absolutas de origen divino, sino en el consenso social (Cobo, 2017). En 1762, Rousseau escribe en El contrato social (2009): «El orden social constituye un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. No obstante, este derecho no es un derecho natural: de lo cual se colige que está fundado sobre convenciones» (p. 27). Ahora bien, había que definir en qué consistían dichas convenciones. Comienza aquí el debate de los límites del contrato. Para Locke y Hobbes, la esclavitud cesaba en el momento en que se establecía un pacto, mientras que Rousseau disentía: para el ginebrino un contrato firmado por dos partes donde una de ellas está dominada por la necesidad podía ser un pacto legal pero nunca sería legítimo. La diferencia fundamental entre Locke y Rousseau estaba en el concepto de libertad y propiedad. Mientras que para Locke el hombre podía ser su propio propietario, para Rousseau la propiedad no debía extenderse a la persona del individuo. Es decir, para el segundo la libertad era un atributo inherente a la condición humana por lo que la noción de consentimiento no podía servir para que un individuo se convirtiera en esclavo (Cobo, 2017). A pesar de estas disensiones, había algo en lo que todos estaban de acuerdo: la mujer en ningún caso podía ser un sujeto político o sujeto contractual, sino únicamente la parte pactada. Así, a la par que se convierte en el estandarte de la defensa de la sociedad igualitaria, Rousseau no dudará en decir que «la sujeción de las mujeres es condición de posibilidad de la vida política democrática» (Cobo, 2017, p. 174). Sin embargo, ¿cómo defender que esta igualdad universal no iba a incluirlas a ellas?. Era urgente una ontología que respaldara y explicara esta supuesta inferioridad femenina y que justificara su exclusión de la vida política. Y a ello dedicaría Rousseau el mayor tratado de educación del siglo XVIII: Emilio o de la educación (Cobo, 2012). Tenemos por tanto que el consentimiento femenino fue el gran invento del siglo XVIII, para convencer a las mujeres de que su participación (por insignificante que fuera) era fundamental en una sociedad que les negaba absolutamente todo.
Aún pasarían treinta años antes de que apareciera la Vindicación de los derechos de la mujer (1792), obra fundacional del feminismo donde Mary Wollstonecraft denunció la incoherencia de los principios ilustrados que a la vez que reivindicaba la desigualdad como la fuente de todos los males excluía tranquilamente a la mitad de la raza humana. Para las mujeres, esta sujeción de la que hablaba Rousseau había reducido el consentimiento a la única capacidad de decir sí en el matrimonio, pues no tenía ninguna otra validez ni antes ni después del mismo (Cobo, 2017). Para Pateman este es el tipo de consentimiento que se exige a las mujeres en la prostitución, una libertad de consentir que en realidad no tiene validez, pactado en virtud del contrato sexual previo a cualquier contrato social.
Este contrato se articula en dos fases: en la primera fase se produce la distribución de las mujeres, donde los hombres se aseguran el acceso al cuerpo de las mujeres a través del matrimonio o mediante la prostitución; en la segunda fase se produce un pacto entre los hombres que ya se han constituido como grupo dominante y las mujeres (ibid.). El contrato sexual es por tanto el pacto por el cual las mujeres aceptan la sumisión a cambio de protección, y por el que el supuesto derecho natural de los hombres sobre las mujeres se convierte en derecho civil patriarcal, algo que los contractualistas han enmascarado a través del contrato matrimonial (Cobo, 1995). Para Pateman, el consentimiento prostitucional no sería más que la actualización de esta segunda fase del contrato (Cobo, 2017). ¿Qué legitimidad tiene el consentimiento de una de las partes cuya subordinación ya ha sido constituida antes de cualquier contrato?
Pero ¿y las mujeres que se dedican a la prostitución de forma autónoma? ¿Es que las mujeres que se dedican a la prostitución no tienen poder bajo ninguna circunstancia?
En este punto, resulta interesante el apunte de Gimeno (2012) quien menciona la crítica de Nancy Fraser al Contrato sexual. Para Fraser, la representación de Pateman de la prostitución ha quedado obsoleta, ya que lo que ella describe es una relación de amo-esclavo. Actualmente no se puede negar que haya mujeres dedicadas a la prostitución de forma autónoma y con un considerable control en la transacción. Fraser señala que la dominación patriarcal en la prostitución persiste incluso en ausencia de un modelo de esclavitud, y va más allá del consentimiento liberal, pues lo que hace la prostitución es reforzar la desigualdad de género, «lo que ocurre no porque las mujeres se sitúen en relación de dominación con un hombre concreto en el momento de la transacción, sino porque la prostitución codifica significados que son dañinos para las mujeres como clase» (ibid., p. 167).
Cuando Dodillet, investigadora que ha defendido el empoderamiento de las mujeres en prostitución (2009, citada en Ekis Ekman, 2017) dice: «La trabajadora sexual no es una víctima, sino una persona fuerte que sabe lo que quiere», Kajsa Ekis Ekman hace, sin embargo, esta observación: «Dodillet utiliza la palabra víctima como si se tratara de una descripción del carácter de las personas» (p. 56). Ekis Ekman quiere decir que víctima no es una descripción de la personalidad sino un estatus político, y que el hecho de que nuestros derechos sean reconocidos cuando han sido vulnerados no debería depender de nuestro carácter. ¿Por qué tendríamos que elegir entre ser fuertes o tener derechos?
Nuestra crítica a este uso del consentimiento hace alusión no tanto al consentimiento en sí, es decir, a su existencia o inexistencia, sino al poder atribuido al mismo. ¿Puede el mero consentimiento individual desbaratar los profundos significados que codifican la prostitución en lo que respecta a las relaciones entre hombres y mujeres? ¿Puede el consentimiento individual desactivar el enriquecimiento material y simbólico del patriarcado? ¿Tiene el consentimiento el poder de legitimar cualquier práctica?
Ana de Miguel (2012) desmonta este poder del consentimiento con un claro ejemplo: el duelo era una institución legitimada durante largo tiempo por la costumbre, pues se basaba en el libre consentimiento entre las partes. Pero finalmente fue erradicada por considerarse una práctica dañina para la sociedad. Así pues, el consentimiento de las partes no es de ningún modo una razón suficiente para legitimar una institución en una sociedad democrática. Dice: «Casi puede interpretarse lo contrario: la democracia pone límites a los contratos voluntarios que en sociedades caracterizadas por la desigualdad firmarían sin duda los más desfavorecidos».
Para Gimeno (2012), preguntarse sobre cuánta de la elección de una mujer es libre y cuánta se debe a su socialización no nos lleva a ninguna parte y desde luego no nos acerca a la igualdad. Las preguntas deberían ser otras como: «¿por qué hay hombres que consideran que irse de putas es una manera satisfactoria de relacionarse con las mujeres?», «¿cómo afecta eso a las mujeres como clase y a la igualdad?» (p.158).

5. El mito de la prostitución como liberación sexual. Transgresión, sexualidad y estigma.


«Las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo»
Cristina Garaizábal, una de las exponentes del regulacionismo en España, dice en su artículo Una mirada feminista a la prostitución: «¿Por qué se considera malas mujeres a las prostitutas? Porque son sexuales, manifiestan la sexualidad abiertamente (…); son independientes económicamente (…); pueden tener capacidad para negociar tanto el tipo de servicio como el precio; son transgresoras: rechazo de las normas».
Esta afirmación condensa varios de los argumentos de quienes defienden la prostitución como un trabajo sexual. Dice De Miguel (2019, p.12): «La sexualidad ha establecido una alianza entre negocio y transgresión. Trabajar en la industria del sexo se plantea como algo especialmente transgresor y lucrativo. Como un logro de la nueva libertad de la que disfrutan las mujeres».
En este contexto el estigma acompaña y resalta la liberación sexual, ya que ellas son oprimidas y estigmatizadas por ser las únicas que se atreven a vivir su sexualidad libremente, algo tradicionalmente prohibido para las mujeres por el patriarcado. Esta idea permite además una lectura paralela: En primer lugar, que la prostitución es liberación sexual femenina; segundo, que todo aquel que se oponga a la prostitución es moralista y antisexo; y por último, que el sexo es siempre bueno y transgresor (y por supuesto todo lo que es transgresor es bueno).
Esta asociación entre la prostitución y transgresión ya fue establecida por Gayle Rubin, quien en su ensayo Pensar el sexo: Apuntes para una teoría radical de la política de la sexualidad declaró que solo había una sexualidad aceptada: la heterosexual, monógama, reproductiva, no comercial y privada. Y frente a ella estaban las prácticas sexuales prohibidas como la homosexualidad, el sexo comercial o la pornografía. Para Rubin, todas las prácticas no normativas eran revolucionarias por el mero hecho de haber sido condenadas por la sociedad (Ekis Ekman, 2017). Ekis Ekman (ibid.) señala cómo mucha de la literatura que equipara la prostitución con la libertad, lo revolucionario y lo placentero, se ha servido de la mera enumeración para crear asociaciones entre el fundamentalismo de derechas, el clericalismo y las feministas radicales que se oponen a la prostitución, sin llevar a cabo el menor ejercicio de analizar qué tienen en común. En esta creación de antagonismos se coloca a las feministas en el bando opuesto a las mujeres en prostitución, donde si ellas personifican a las oprimidas-transgresoras, las primeras adoptan el papel de las opresoras-moralistas. Sin embargo, en este relato, señala la autora, «no se nos dice lo que realmente sucede en la prostitución, sino más bien cómo son las mujeres de ambos grupos» (ibid., p. 47). Por otro lado, señala: «A menudo se precisa muy poca cosa para calificar a la prostitución de revolucionaria, (…) basta con insultar al proxeneta» (ibid., p. 52), en alusión a las conclusiones de O’Neill (2001) que tras entrevistar a varias prostitutas que se atreven a hablar de los abusos que sufren por parte de los proxenetas, la autora se dedica a resaltar la oposición a la masculinidad hegemónica que percibe en las mujeres en lugar de analizar los abusos.
El relato complementario al de la prostitución como liberación sexual se refiere al estigma. Considera que las mujeres en prostitución han pagado un precio por manifestar abiertamente su sexualidad y transgredir los espacios tradicionalmente asignados (Garaizábal, en la web porlosbuenostratos). Para las teóricas pro-prostitución es el estigma lo que define la prostitución y no la actividad en sí misma, y por tanto la prostitución sería como cualquier otro trabajo si el estigma desapareciera.Pero, ¿es posible eliminar este estigma?
Para las defensoras de la legalización de la prostitución el estigma sirve para separar a las mujeres buenas de las malas siendo su función la de asegurarse de que cada una se mantenga en su lugar. Es decir, las trabajadoras del sexo están estigmatizadas por ser sexuales. Para Gimeno (2012) en cambio, este argumento se ha quedado obsoleto, pues en la actualidad el sexo no solo no está estigmatizado, sino que vivimos en una cultura de la sobrevaloración del sexo, donde todo lo referido al sexo es considerado liberador y transgresor. Así pues, en la actualidad, el estigma no existe para que las mujeres no traspasen el ámbito privado, sino que se trata de un elemento necesario para que exista prostitución: lo que los hombres compran realmente no es sexo, sino devaluación femenina, es decir, sexo estigmatizado. Lo que se ha producido es una erotización del estigma (ibid.).
La propuesta de la autora es que la prostitución tiene hoy en día la función de mantener a salvo la masculinidad más tradicional, donde la importancia de satisfacer necesidades sexuales – que podrían obtener con una masturbación o con relaciones igualitarias - es mucho menos importante que la de satisfacer las fantasías de poder masculino. Esto se debe a la manera como se construye el deseo masculino y la identidad masculina: en los varones, la actuación sexual, es decir, la genitalidad, es lo que confirma la masculinidad, junto con una serie de ideas que incluye ver a las mujeres como objetos, la masculinidad como poder para provocar orgasmos, la desvinculación de sexo y amor, etc. En cambio, para las mujeres, la sexualidad cobra una dimensión diferente, pues en todo caso si «a los hombres ir de putas les puede hacer más hombres, a las mujeres el sexo puede convertirlas en putas» (ibid., p. 219). Es decir, los mismos elementos que definen la hombría sirven para provocar la deshonra de las mujeres.
Para Gimeno (2012), para que la prostitución pueda seguir cumpliendo con esta función, el estigma es absolutamente necesario. La funcionalidad del estigma no solo no desaparecería con la legalización de la prostitución, sino que se vería reforzada, puesto que su misma existencia es consecuencia de estos roles.
Algunas teóricas de la filosofía queer han expresado que la prostitución es una práctica que derriba barreras y cuestiona los roles de género. Ekis Ekman (2017) menciona al antropólogo Don Kulick que en su ensayo 400.000 suecos pervertidos señalaba que los consumidores de prostitución eran «la gente más queer de hoy» por desafiar la heteronormatividad (ibid., p. 52). Para Gimeno en cambio, la prostitución no cuestiona nada, pues cuestionar los roles de género implicaría cuestionar «las supuestas necesidades masculinas», lo cual a su vez que llevaría a cuestionar «la propia institución de la prostitución, que, o bien desaparecería, o cambiaría de tal manera que sería irreconocible» (2012, p. 203).
«Es en las relaciones a las que se accede por mutuo deseo donde una mujer se siente libre para destruir fantasías de masculinidades imposibles u opresivas y ayudar así a construir otra masculinidad más igualitaria y ajustada a unas relaciones éticas» (ibid., p. 201).

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Subvenciona el área de Igualdad del Ayuntamiento de Pamplona y el Instituto Navarro para la Igualdad del Gobierno de Navarra.


Un análisis de Satoko Kojima Hoshino.

1 Comment

  1. dolphin dice:

    Muy interesante el artículo. En cualquier sistema donde exista una clase dominante dicha clase tenderá a mantener sus privilegios a cualquier precio, y cualquier resquicio será usado para mantener esas ventajas con oxígeno por injustas que sean. No importará que sean mentiras o realidad tegiversada, lo usarán a su favor, incluso con el apoyo de los explotados que en la propia aceptación de su realidad tratará de normalizar su estado de explotación. La realidad es visible, la prostitución es resultado de un mundo desigual entre hombres y mujeres, no es inherente a los humanos y sí a la sociedad donde vivimos.
    Excelente análisis de la autora, espero el próximo.

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